A mis 60 años, jamás pensé que iría a vivir en el mundo que me toca vivir: que mis convicciones más profundas, fundadas en la más genuina tradición occidental, fueran tildadas de represivas o fascistas; que los actuales partidarios de la anti-represión tuviesen una concepción totalitaria; que una universidad, al margen de toda lógica argumentativa, esté constituida por militantes que se manejan con el método de la guerra que les exige, como decía Clausewitz, someter la voluntad del enemigo.
Me pregunto: ¿por qué soy considerado como represivo?, ¿qué estoy reprimiendo al pensar de este modo?, ¿y qué tengo de fascista?
Creo que quienes me ponen estas etiquetas, piensan que el hombre no es otra cosa que pura vida biológica que se expresa a través de deseos que es preciso satisfacer. Por eso la “guerra de clases” ha sido reemplazada por la dialéctica opositiva represión-permisividad. Esta nueva sociedad anti-occidental reconoce como único valor social el incremento de la vitalidad. Luego, quien lo contraríe será un represor.
La cosa se ve claramente: todo ciudadano que reconozca un orden objetivo de valores o fines se ganará la etiqueta de represor. Si, por el contrario, se dejara que cada ciudadano tuviera libertad absoluta para satisfacer sus deseos, entonces sobrevendría una sociedad libre y sin violencia. Esto es lo que nos enseñan los partidarios de la perspectiva de género.
Esta falsa ecuación entre permisividad y no-violencia ha sido desmentida por el mismo Freud. Freud nos ha enseñado que el instinto de vida (eros) no está destinado a prevalecer: junto a él se levanta una fuerza opuesta que es principio de agresividad y de destrucción (thanatos). Estos dos principios, nos dice Freud, son dos protoinstintos que anidan en cada hombre y que aparecen siempre mezclados. Por lo cual, la violencia, lamentablemente, nos acompañará siempre.
Por mi parte, sostengo que el hombre no sólo es poseedor de derechos, sino que también es deudor: debe esforzarse por adecuar su conducta a ese orden de fines que no los ha puesto su voluntad. Esta concepción me impide que realice todo aquello que desearía, ya que no todo deseo puede resultar bueno.
Para el permisivismo, por el contrario, todo hombre, de suyo absolutamente bueno en sí, no tiene razón alguna para inhibir sus deseos. Por lo cual, la sociedad deberá garantizarle, mediante las leyes adecuadas, la satisfacción de aquellos (que son precisamente sus derechos).
De allí se entiende que en la actual sociedad nadie deba nada a nadie. Por este motivo puede advertirse cómo la disciplina, es decir, el sometimiento de mi voluntad a un fin contrario a mis deseos, ha dejado de tener todo sentido.
Después de lo dicho puedo llegar a entender por qué soy calificado de represivo, aunque todavía se me escapa lo del calificativo “fascista”. ¿Cómo puedo ser fascista cuando el fascismo niega un orden de fines situado más allá del querer; cuando niega la existencia de un deber que brota del orden impreso en la naturaleza? El fascismo, al igual que el permisivismo, sostienen que el querer es el principio y el fin de todo (por eso resulta bueno todo aquello que acreciente el deseo).
La disquisición que he referido, de orden estrictamente racional y argumentativo, no es la que manejan las personas que han colocado al querer por encima de todas las cosas; las que han dictaminado que el mote demoníaco del fascismo debe aplicarse a todos los adversarios que se opongan a su visión voluntarista de la realidad.
Finalmente, es preciso ver que, tanto el permisivismo como el fascismo, esconden un temible totalitarismo detrás de su máscara democrática. Por eso el lema de quienes representan la ideología de género es: “Todo debe permitirse, excepto aquello que vaya contra la permisividad absoluta”.
Resulta claro que en esta postura prima la exaltación del propio yo, pero de un yo que no es capaz de alcanzar una mirada universal mediante el cultivo de sus potencias espirituales, ni de un yo que encarne aquellos valores universales que nos convierten en personas veraces y virtuosas. Se trata de un yo empobrecido, reducido al pobre mecanismo del binomio deseo – satisfacción.
Y nos enseña la historia que, cuando una sociedad no reconoce otro valor más que el de la pura expansión de la vitalidad, lo que está haciendo es cavar su propia fosa.
Excelente y esclarecedor como siempre Dr. Lasa.
Gran abrazo..
Pedro Trecco