El vocablo «barrio» es de origen árabe y significa lo «exterior», aquello que es propio de las afueras. Ar–rabad (=arrabal) pertenece a lo que está alejado del centro. En Occidente, el origen remoto del actual barrio lo encontramos, posiblemente, en la «fratría» griega, que los latinos denominaron «curia». Fustel de Coulanges en La ciudad antigua, refiere el origen de la «fratría» de este modo: «La religión doméstica prohibía a las familias mezclarse y fundirse. Pero era posible que varias familias, sin sacrificar nada de su religión particular, se uniesen al menos para la celebración de otro culto que les fuese común. Esto es lo que ocurrió. Cierto número de familias formaron un grupo, que la lengua griega llamó una fratría y la lengua latina una curia»[1].
El barrio se constituye como tal en virtud de permanecer «fuera», en la periferia de aquella realidad «central» desde la cual es considerado y que se denomina «ciudad». Cabe consignar que dicha definición se formula en virtud de una exigencia lógica cual es la de pensar que la parte sólo puede separarse del todo no siéndolo y, en este sentido, la parte se encuentra «fuera» del todo. El no–ser del barrio no es una nada absoluta sino relativa. En este sentido, todo barrio es algo, posee características que le son propias pero, simultáneamente, no reúne la totalidad de las notas particulares del todo que es la ciudad. Así visto, el barrio no es un «afuera» que no guarda ninguna relación con la ciudad. Por el contrario, su ser sólo se entiende en tanto se recorta dentro del todo que es la ciudad. Tampoco el barrio es un «adentro» de la ciudad que esté denotando una con–fusión con la misma. El «afuera» del barrio remite, simultáneamente, a la idea de diversidad a la vez que a la de unidad: me «distingo» pero, a la vez, soy «parte de». El barrio es de la ciudad; sin embargo, a la vez, tiene elementos que le son propios y que le permiten mantener su mismidad. Cada ciudad, pues, tiene un modo de ser propio constituido por las peculiaridades de cada barrio, reunidas e integradas a la luz de aquello que es lo propio de la ciudad. A propósito, Aristóteles expresa en la Política: «La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad que tiene ya, por así decirlo, el nivel más alto de autosuficiencia, que nació a causa de las necesidades de la vida, pero subsiste para el vivir bien. De aquí que toda ciudad es por naturaleza, si también lo son las comunidades primeras. La ciudad es el fin de aquéllas…»[2]. Los dos polos, la ciudad y el barrio, mantienen una unidad relativa; por ello es que la relación existente entre ambos es circular: el modo de ser del barrio condiciona al modo de ser de la ciudad, y viceversa. De allí que, en la medida en que cada polo crezca y se perfeccione, mayor plenitud alcanzará el otro. Toda gran ciudad es una defensora a ultranza de lo propio de cada barrio y de la riqueza de cada uno de ellos. Obrar en un sentido contrario significaría, para la ciudad, una privación de la riqueza peculiar que cada barrio aporta.
Todo hombre ha nacido en un lugar, todo hombre se halla vinculado con una determinada geografía, con una naturaleza que, en cierto modo, lleva consigo durante toda su trayectoria vital. De allí que, aunque se vaya lejos de su barrio, de su ciudad, de su patria, habrá de llevar siempre consigo su paisaje, su ambiente físico, hasta sus colores y sus aromas. Todavía tenemos el vivo recuerdo del paisaje de nuestro Luján natal, de la escuela N° 14 «José Manuel Estrada» en la que cursamos el primario, de la Basílica donde aprendimos a rezar … Pero, al propio tiempo, todo hombre pertenece a una comunidad, posee un vínculo social; con esa comunidad mantiene un vínculo originario. Y esta comunidad a la cual se halla integrado y de la cual ese hombre es miembro vivo, es reconocible, por parte de él, en un plano concreto y no siempre expresable en conceptos: es identificable por numerosos signos (algunos imponderables) que hacen referencia a una modalidad psicológica, a vínculos vitales, costumbres, actitudes comunes, todo lo cual suscita, en cada uno de sus miembros, el sentirse perfectamente identificable. Esta comunidad de personas es la ciudad, el pueblo, la patria de la cual es miembro, como mi gran familia y que san Agustín definió tan justamente en estos términos: «… populus est coetus multitudinis rationalis, rerum quas diligit concordi communione sociatus»[3] [«… la congregación de (seres) racionales, asociados por la concorde comunión de cosas que aman»].
Considerando lo hasta aquí expresado, resulta de fundamental importancia que cada barrio sea consciente de aquello que le es propio y ponga todas sus energías en desarrollarlo y potenciarlo; y este desarrollo se ha de llevar a cabo en consonancia con el bien común de la ciudad. En este sentido, también es preciso que cada ciudadano, además de conocer lo «propio» de su barrio, conozca lo «peculiar» de la ciudad y para ello trabaje. Es preciso, entonces, que cada ciudadano vaya adquiriendo, sin abandonar jamás lo propio, una mirada más amplia, más universal; condición, ésta, para la existencia de un destino común. Los argentinos, frecuentemente, hemos abandonado esta preocupación y ocupación por el bien común. Pareciera que vemos en el Estado algo ajeno a nuestros intereses, y es como si las preocupaciones del Estado se centrasen en cuestiones en las que no participamos los ciudadanos. No podemos dejar de recordar, al respecto, la experiencia de desgarramiento que sufriera el filósofo Hegel a raíz, precisamente, de la imposibilidad del ciudadano de la Alemania de su tiempo de encontrar una nota universal a la cual aferrarse y por la cual sacrificarse. El Estado, para Hegel, no representaba algo si no expresaba el espíritu y el destino del pueblo. El Estado auténtico es, así, orgánico, en el cual el «todo» es anterior a las «partes» e inmanente a las mismas. Ningún bien personal, en consecuencia, es mayor que el bien común del Estado. Hölderlin, el poeta amigo de Hegel, pone en labios de su héroe Hyperión: «Feliz el hombre que extrae su alegría y su fuerza de la prosperidad de la patria». ¿Cuántas veces han pensado algunos compatriotas ser felices a costa de la ruina de la patria?, ¿cuántas otras han buscado la realización personal fuera de su patria?
Muchas veces los argentinos hemos pensado, en contra de toda lógica, que es posible la existencia de un corazón sano, independiente de la suerte del hígado, los riñones, los pulmones, etc. Sin embargo, la realidad siempre nos da una lección que esperamos que todos hayamos descubierto: el cuidado de las «cuestiones comunes» nos corresponde a todos ya que de ellas depende, también, la suerte de cada uno.
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Notas
[1] Numa Dionisio Fustel de Coulanges, La Ciudad Antigua, Maracaibo, Imprenta Juvenil, 1979, p. 154.
[2] Lib. I, 1252b, 8.
[3] De civitate Dei, 19, 24.
Muy interesante el post. Saludos!